Por la derecha, su novio Manolo Campos, mi tía , María Solano y mi padre |
Mi
tía María López
Era
la mayor de las dos hermanas y la tercera de los siete hermanos, por
detrás de mi padre y por encima del malogrado Juan Manuel. Según mi
madre era muy guapa de joven, solía ser coqueta, muy aseada, se
perfumaba y se ponía en la cara Maderas de Oriente de Mirurgia, para
blanquearla que era la moda.
Con
el tiempo llegó a ser la típica soltera que solía mimar en exceso
a sus sobrinos, pero que por ellos era capaz de “comerse” a
quienes le hicieran daño.
También
la que más sentido del humor siempre ha tenido, la única de los
hermanos que habitualmente contaba chistes y con gracia. Siempre
tenía presente a su hermano Juan Manuel, que lo sacaba en las
conversaciones con frecuencia, también a su padre, pero como modelo
de hombre severo, extraño y distinto.
Era
la guardiana de los recuerdos familiares: libros de mi abuelo, de los
que aun conservo uno de Aritmética de 1902, regaló de ella,
aquellos novelones con ilustraciones preciosas, que mi abuelo solía
leerles después de la cena entorno a la mesa camilla, donde se
agregaba algún vecino/a, los precisos de mi tío Juan Manuel (por
estrenar) y de mi abuelo, con piedra y dislavón. Las fotografías de
toda la familia en el campo de mi abuelo en El Rano, delante de la
cueva y de algunos de mis ancestros: bisabuelo/a,abuelos, tíos de
mis padres, que aunque ya muy deterioradas por el paso del tiempo
conservo, gracias a la cesión de mi tía María Sánchez. Y el
misterioso canasto hecho con las franjas de colores roja, amarilla y
violeta oscuro, que tanto solían esconder y yo preguntaba por qué:
que si era hecho por mi abuelo, que se podía romper... y era el
miedo a que descubrieran que había sido hecho como homenaje a la
República.
Su
hermano Juan Manuel era un modelo perfecto para ella. Tenía pasión
por él, cosa muy común en todos los hermanos. Un día desde la
ventana del dormitorio de mis padres quise quitar una cuerda de pita,
que estaba allí a modo de tendedero, pero muy deteriorada y me
ordenó, con buenas maneras que lo dejase. Le pregunté por qué y me
contestó que lo había puesto su hermano Juan Manuel. Mi tío murió
en 1941 y esto sucedió sobre 1965.
Cuando entraron en Ubrique las tropas marroquies, que ayudaron al dictador Franco, la familia de mi abuelo se refugiaron en la cueva que hay en su finca del Rano, allí entraron más personas y entre ellas una señora que parió, cuando llevaban varios días mi tía y su amiga Pepa Caro, tomaron al bebé en su mantón y se dirigieron a Ubrique en busca del cura, para que lo bautizaran, lo hicieron volvieron al campo, al parecer a los hombres les disparaban (cosa que padeció mi padre) y a las mujeres no.
Yo
por ser el primero de los sobrinos (hubo otro de mi tío Miguel que
murió pronto) era como un juguete para la familia, y sobre todo mi
tía María me solía comprar con frecuencias aquellos caballos de
cartón que vendía Antonio Arenas y pistolas de “mistos de crujir”
de lata o calamina, que estaban más bien hechas.
Se
enfadaba muchísimo cuándo mi madre me pegaba, normalmente por cualquier tontería. Cosas de la época, casi todos
los mayores tenían licencia tácita para golpear a un niño, fuera
familiar o no. Incluso cuando le decías a tu madre o padre (no en mi
caso) que un mayor te había pegado, los había que decían algo
habrás hecho y te daban más.
Eso
era lo que más me molestaba del franquismo, había inculcado en la
sociedad un modelo educativo militarista, cruel y carente de
presunción de inocencia. A veces los castigos eran pagar el más
débil frustraciones de mayores.
Los
niños contábamos poco hasta que éramos adultos, mayores de 18 para
unas cosas y 21 para otras. Las mujeres siguieron siendo “niñas”
por muchos años más. Hasta la democracia.
En
alguna ocasión mi tía fue a “rescatarme” en situación
altamente comprometida para mis posaderas. ¡Y cuanto se lo
agradecía!.
Siendo
yo un adolescente estuve conociendo a una joven y después de un
tiempo lo dejamos. Dos o tres años más tarde empecé a salir con
otra y se lo conté. Semanas más tarde se la encuentra y sin
pensárselo dos veces le dice: ¡Oye muchacha! ¿Tu eres la novia de
mi sobrino?. Al contestarle afirmativamente, le espetó a boca jarro
¡Pues la otra era más guapa!.Después cuando la conoció tuvo una
relación muy buena hasta su muerte.
A
veces me llevaba a unos rezos que se hacían en San Antonio, yo
procuraba estar allí sin hacer ruido. En alguna ocasión recuerdo de
llevarme a misa. Y en noviembre me invitó varias veces a ver el
Tenorio en el Bar Chisparra, que era como el salón de toda la parte
alta de Ubrique, y recuerdo que bebía un té, cosa muy rara en el
Ubrique de entonces.
Todos
los medios días antes de ir al trabajo tenía que recoger de la casa
de varios vecinos los desperdicios de la comida en el cubo de las
cascaras, solía acompañarla y hablábamos de cosas, donde solía
meter algunos de su buen humor
La
recuerdo desde pequeño trabajando con mi tío Miguel y sus
aparceros, después de unos años de noviazgo con Serafín iban a
casarse y vivirían en la casa de una hermana de él, que se fue a
Madrid.
Fueron
algunas tardes las que la acompañé a la otra punta del pueblo a
encalar la casa, para ir montando su hogar. Pero de pronto y sin
avisar volvieron los madrileños, se quedaron sin vivienda, después
del trabajo hecho.
Lo
cual fue motivo de discusión entre ellos y terminaron cada cual en
su casa.
También
escuché, en esas conversaciones entre dientes que hacían los
mayores para que los peques no nos enterásemos, que al parecer tuvo
una “aventuriya” con un compañero de trabajo, o que su ex lo
utilizó, o más bien se la inventó para justificar la ruptura.
Nunca quise preguntar a mi tía por ello.
Lo
cierto es que de todo esto terminó sin trabajo y sin novio. Y tomó
la decisión de no casarse, repartió su ajuar entre la familia. A mi
me tocó la tela de las enaguas de mesa-estufa azul marino, con la
que me fabricaron un magnífico abrigo. En esos tiempos lo normal es
que toda joven aprendiera a coser y bordar. Y tanto mi madre como mi
tía Ana sabían coser.
Tomó
la máquina de coser de mi abuela y empezó a coserle a Alfredo
Ortega, que había dejado el taller de repujado y lo reconvirtió en
fabrica de artículos de piel. Era una máquina Singer, grande,
bastante antigua, pero que cosía muy bien hasta las pieles. Así mi
tía se estuvo ganando la vida durante algunos años. A veces cuando
le faltaba el trabajo le ayudó a su cuñado José Arenas, para hacer
una enorme cantidad de luqueras (funda rectangulares, para guardar
los cigarrillos, con una fornitura metálica). Todas de lagarto y
cada cara de la funda era una pieza distinta con lo cual había
montones de piezas.
Algún
día me iba con ella a trabajar para dar pegamento y así sentirme
mayor, ya que tenía ganas de dejar de ser niño, estaba muy harto de
tantas humillaciones y mucho más cuando tenías un defecto físico
como era mi caso.
Esto
era objeto de mofa, tanto para niños como mayores. Había una
crueldad ambiental tolerada y fomentada, para humillar al diferente.
A
raíz del accidente de mi prima Eva, que siendo niña en una de las
matanzas del cerdo que hacían semanalmente en la casa donde vivíamos
en la Torre. En un descuido de todos metió la mano en la trituradora
de carne y se llevó medio brazo. Fue tal el trauma que le causó a
mi tía que desde entonces se negó a salir de la casa. Ya tenía mi
tío Antonio televisor y como ella para dejar espacio para la
carnicería, pasaron su dormitorio arriba. Se acomodó y ya no quería
ni bajar a comer.
A
consecuencia de ello, cada día tenía menos fuerza y cada vez más
blanquecina y delgada, dependía más de los cuidados de mi tía
María Sánchez, que tenía que atender la tienda, la casa con cuatro
hijos, marido,cuñada y ella, que no le quedaría mucho tiempo para
si.
De
cuando en cuando en mi apretada vida social y laboral sacaba algún
tiempo para estar con ella un rato, me contaba cosas de la familia,
de la tele, algún chiste y yo solía reprenderle por no salir y como
consecuencia su deterioro.
No
quiso ni siquiera ir a los entierros de familiares, como mi padre, o
ver mi casa, aun ofreciéndome para llevarla en mi coche: que más
adelante cuando haga menos calor, que cuando haga más sol...
Un
día me llaman una de mis primas para decirme que tía María se
había caído de la cama y como consecuencia se rompió la cadera y
que los médicos no querían operarla, porque la veían muy débil y
creían que no saldría viva del quirógrafo.
Pocas
horas después estaba muerta. Cuando entré al hospital a donde
estaba metida en la caja me acerqué a verla y el cristal estaba
pañoso, le dí con el dedo para limpiarlo, para verla, mi prima Eva
me dijo que lo dejara que le había pedido que no le vieran la cara.
Y eso hice respetuosamente.
Manilva
30 del 12 del 2012