sábado, 13 de noviembre de 2010

Mi tía Rosario y su familia




Mi tía Rosario fue la tercera de las hembras y también de las que fueron a Jerez a trabajar con los “Triguitos”.
Pero como estuvo siempre tan enamorada de su esposo José Jiménez Coronil, de Ubrique, en cuanto este vino de la Guerra se casaron y se fueron a vivir a la “Engarilla de la Gitana”, de engarillero. Para los que no lo saben, recuerden a Alfredo Landa en la película Los Santos Inocentes, pues ese era el trabajo de mi tío. Como un portero de una finca, que controla las entradas y salidas, y hacen otros menesteres.

Tuvieron dos hijos Antonio y Federico.  Coincidieron allí con la época de los “maquis” (para los ubriqueños “los tíos de la sierra”). Siendo acosados por ellos para sacar comida, que no tenían ni para los hijos. Posguerra, escased, sequía pertinaz, autarquía y un trabajo de campo muy mal pagado. En medio de un monte, lejos de la población más cerca, hoy Parque de los Alcornocales.
Y de la otra parte llegaba la Guardia Civil a preguntar por los Rojos, y que cuando llegaran por allí debían de denunciarlos sino atenerse a las consecuencias.
Asustados y amenazados por unos y por los otros. Mi primo Antonio que era algo más mayor, solía verlos ocultos entre la espesura del monte, vigilando los movimientos de ellos. Y también la Guardia Civil los vigilaban desde la espesura.
Providencialmente a mi tío Sixto le pregunta el dueño del cortijo donde trabajaba, que si conocía a alguien de confianza para guardar un cortijo recién heredado cerca de Jerez. Y le recomendó a mi tío José, con lo cual la suerte les vino a sacar de aquel atolladero  donde vivían y se trasladaron a la Casa Colorá.

Era un antiguo cuartel de caballería pintado de rojo, a estilo de cortijo tradicional. Edificio cuadrado con un gran patio empedrado con habitáculos alrededor. Al entrar a la derecha estaba la casa del dueño y frente de ella la de mis tíos que consistía en un salón comedor con una chimenea que servía de cocina y un dormitorio amplio, además tenían otra  habitación aparte para mis primos cuando fueron mayores.

Ahora estaban a 9 kilómetros del Jerez  de final de los 40, del siglo pasado, en el campo se ganaba aun menos que en las ciudades, pero como el cortijo era fundamentalmente un coto de caza de perdices, y por estar lindando con la Laguna de Medina, participaban de una batida, que pude presenciar en una ocasión, donde mataron miles de aves durante un día y el olor a pólvora duró en la zona más de una semana.
Mi tío no podía cazar perdices pero sí todos los conejos que pudiera. Esto en un tiempo que no existía ninguna enfermedad entre estos roedores, y que eran muy apreciados para el consumo, mi tío sacaba unos ingresos muy saneados de la caza.
Por la mañana pasaba por la carretera “Miguelito” un recovero, con un motocarro Izo azul,  de Paterna de la Rivera hacia Jerez se le llevaba la caza y este señor la vendía. Cuando me encontraba con mis tíos, yo era el que llevaba en el caballo “Pistola” la carga a pie de carretera.
La caza era con escopeta por las tardes y después anocheciendo se ponían lazos y cepos. Téngase en  cuenta que los conejos eran considerados una plaga, que allí no hacían mucho daño porque casi toda la finca era monte mediterráneo, pero paulatinamente fueron desmontando para tierras de labranza, y los últimos años quedaba muy poco monte y menos conejos por efecto de la epidemia, que según decían la distomatósis era un virus de laboratorio para eliminar a los conejos.
Con la siembra acudían aves, por ejemplo alcaravanes que también se casaban. Como el dicho que todo lo que vuela a la cazuela.
Mi primo Federico tenía un amigo que le regaló un palomo de los llamados “ladrones” que casi a diario llevaba palomos de otros lugares, que mi primo se encargaba de cazar, consiguiéndolo con bastante frecuencia.
Casi a diario comíamos carne, de conejo, de palomo, alcaravanes y  alguna perdiz despistada que se coló en un cepo o lazo. Mi tía que no era tan buena cocinando como sus hermanas Aurora y Trinidad, le daba al conejo al ajillo un punto extraordinario, que yo celebraba con regocijo, hasta ahora no he comido otro igual.
Para mi tía le venía bien mi compañía, porque  con frecuencia estaba sola, en una gran edificación, encima de un cerro a varios kilómetros de los más cercan. Cuando llegaba la guardia de ruta por los cortijos había que firmar para justificar la visita, lo hacía yo con ocho años. Cando mi tía estaba sola tocaba una corneta y normalmente mi tío la escuchaba y acudía con el caballo.
A veces pasaban por allí una columna de frailes encapuchados en pleno verano en fila india con el brazo encima del de delante. Y me contaba que iban así por llevar los ojos cerrados, como penitencia y los guiaba el primero.

Mis primos tenían una colección de cuentos de Saturnino Calleja (el de aquel dicho: tienes más cuento que Calleja). Para mi gusto lector, eran muy tristes, que además asociados a las coplas que escuchábamos en la radio de batería, me dejaba un mal cuerpo. Pero como no tenía otra cosa los leí y releí y revistas de Readers Dieggers.

Cuando la siega,  por delante de la cosechadora iban un par de personas recogiendo los huevos de perdiz que se encontraban, y mi tío acarreó varias gallinas de esas enanas (por aquel entonces muchas cosas desconocidas se le llamaban americanas) y estas pequeñas aves eran unas madres excelentes sacando cientos de perdices, que jugueteaban por allí los primeros días de sus vidas, y como la puerta siempre la tenían abierta se iban retirando cada vez un poco más, regresando al atardecer. Subían a la casa en lo alto de un cerro andando procedentes de todas las direcciones, entrando unas tras otras con absoluta confianza hasta la cuadra destinada a dormitorio. Esta era cerrada por la noche, cuando las más rezagadas llegaban, y por la mañana, otro espectáculo verlas irse. Hasta que llegaba el momento que no volvían, integrándose en la naturaleza de manera natural. Hasta que las cazaban en la batida anual.

Allí aprendí a montar a caballo, con mucha dificultad por ser aun pequeño no alcanzaba a poner el pie en el estribo, pero disfrutaba como un cosaco. Había uno, castaño oscuro, que lo dejó el dueño para el uso común, que me cogió la medida y cuando llevaba el bocado y montura hacia con el lo que quería, pero a pelo, no fui nunca capaz de poderlo montar, no había manera, lo castigaba, se ponía agresivo, se levantaba de manos y nada. Yo me decía; ya te podré coger con los arreos puestos.
Cuando me mandaban a llevar los conejos, o por el pan, tabaco y vino a la Venta de la Cartuja, o a la Venta de Periquito. Consistía en un chozo en una cañada.
Por aquellos llanos le daba un galope y después subiendo a la casa, otro cuesta arriba, pero antes pasaba por un pozo y le echaba agua por encima, para que no llevara el espumerío del sudor por todo el cuerpo, pero mi tío se daba cuenta. Era muy tolerante conmigo, aunque yo tampoco he sido una persona  problemática

Los domingos por la tarde él en un caballo y yo en otro, le batía los conejos hacia él y les disparaba con bastante certeza, a pesar de ser un monte  bajo espeso. Los demás días íbamos en el mismo caballo, yo atrás y a veces se subía en una piedra y yo con el caballo, daba vueltas para que los conejos fueran hacia él.
Cuando salía una serpiente, era considerada enemiga y para no gastar cartuchos ni asustar la posible caza, llevaba en las ataduras de la montura una pequeña “chivata”, una vara terminada en bola natural de la misma madera, para golpear la serpiente.
Un día como otros tantos me bajé del caballo para recoger un conejo moribundo, que remataba con un golpe detrás de las orejas, cuando me dice: ¡mi tío por allí va una bicha¡ (culebra). Yo como un resorte eché a correr detrás, pero viendo que cuando la alcanzaba me doy cuenta que no llevo la chivata, pienso vuelvo y cojo el caballo y la vara, pero esta desaparece.
Sin pensármelo dos veces, hice lo que había escuchado a un vecino, Manolo “el corzo”, la tomo rápidamente por la cola la elevo, giro dos o tres veces y de pronto un giro al contrario, quedando la columna partida y el pobre animal muerto. Desde entonces nunca he tenido miedo a estos animales.

También conocí allí una huelga de jornaleros liderada por un tal Juan Lechuga, que  cuando la faena estaba media hecha, entonces era cuando pedían más jornal, sino dejaban el trigo en la era. Allí vi también como unos estaban de acuerdo y otros no por miedo a no encontrar trabajo el año siguiente. Otros también por fidelidad-amistad con mi tío.

Estando allí vino una cuadrilla de gitanos, es decir unos 25 ó 30, hombres, mujeres y niños. Afortunadamente había trabajo en ese momento y se quedaron, le dejaron la zahúrda o legido o cuadras para  cerdos, una especie de nave rectangular si más, lo acondicionaron y allí vivían durante el tiempo que duró la faena, con un pozo como a 50 metros.
A la semana de estar allí, llegó  Puntiveríto (que le decía mi tío) el manijero (encargado de cuadrilla), para hacer una fiesta en la casa de mis tíos. Cuando llegaron mi tío estaba en cama con fiebre, pero se levantó a escuchar y aguantó por educación y porque le encantaba el flamenco. Eran tiempos que estaba de moda la Paquera. Allí cantaron y bailaron hasta altas horas de la noche, y mi tío sonreía pero se notaba que estaba mal, pero pese a su falta de instrucción, era una persona muy educada.
Y días después fuimos a Roalabota, finca del Marqués de Villamarta para ver a una joven promesa jerezana, novillero, un tal Rafael de Paula, que "Puntiverito" decía ser primo suyo y allí fueron toda la jarca. Yo estaba asombrado que para beber en una botella de vino a gollete, se ocultaban para que no los viera el “señó marqué”.
Lo mismo pasaba cuando llegaba “El señorito” era como un ser superior, o no se qué le veían, yo siendo niño me parecía ridículo.
Cuando solo quedaban dos cerros por desmontar y el coto era ya una tierra de labranza se murió el dueño del cortijo, que no era tal, era heredado y al morir había otro pariente más cercano, por tanto tenían que dejarlo. Pero a su vez recibían otro de tierra de labor entre Sanlucar, Jerez y Trebujena.
Allí fueron mis tíos ya sin los hijos, solos con su fiel  Juan Solano, descendiente de Ubrique, hermano del Solano, el arriero de la calle Magdalena, en Ubrique.
Les hice una visita cuando volvía de la mili, ya tenían luz eléctrica, estaban a dos pasos de la carretera y al otro lado de la misma, había otro cortijo que tenía capilla y un cura joven, de los llamados “curas rojos” que les enseñaba la doctrina social de la Iglesia, y la gente comenzó a tomar conciencia de las cosas que antes les parecían normales y ahora no, con lo cual el cura duró el tiempo que tardó el dueño en enterarse. Pero quedaba en las personas otra visión más positiva de la Iglesia nueva.
El cortijo anterior, su nuevo dueño lo descubrió como cantera para hacer cemento, desde entonces se fue comiendo el Cerro don Gaspar, hasta desaparecer y ya iban por el más alto, el Cerro del Viento, y ahí los ecologistas se plantaron, consiguieron que quedase algo de lo que había existido, seguramente desde la ultima glaciación. Pero siguieron comiendo hacia abajo y junto a la carretera hay una franja enorme que era un elevado y ahora es un hundimiento importante.
Estoy hablando de la cementera que vemos por la autovía de Jerez a Cádiz, junto al Hierro del Bocao, cuna de los caballos cartujanos, y la laguna de Medina.

La jubilación para mi tío supuso lo que de verdad significa la palabra. Se integró muy bien en Jerez, cosa que era de esperar, por ser  muy sociable y un gran conversador.
Yo me quedaba embobado escuchándole contar las cosas. Años después estuve en un movimiento eclesiástico preparándome para líder social, y todo lo que leía o escuchaba sobre el arte de hablar en público. Se me venía el ejemplo de cómo lo hacía mi tío José, solo que él lo hacía de manera instintiva,  nació con esas cualidades.
Hicieron nuevas amistades en el Hogar del Pensionista, fueron a algunos viajes, todos los días, mi tío sobre todo, jugaba sus partiditas de dómino y cartas  hasta que…le vino a visitar la mala suerte o quizás una consecuencia lógica de ser un gran fumador. Le tuvieron que cortar las cuerdas vocales y esto lo dejó un poco fuera de lugar por las dificultades  de comunicación. Intentó aprender con otro compañero de desgracia y no tenían paciencia, ni el alumno ni el profesor. Hoy sería un/a logopeda, con más recursos didácticos, seguramente, y aprendería. Pero eran otros tiempos.
Se refugió en su entorno y dejó de salir, porque se enfadaba cuando no podía comunicarse con los demás. Recuerdo que le regalé una pequeña libretilla con un pequeño boli para sacarlo de un apuro comunicativo. Me sonrió agradeciéndome el regalo, pero pocas veces lo vi utilizarla. Pertenecía a la generación que no tuvo oportunidad de aprender lo mínimo.
Como guarda-encargado del cortijo, tenía que rellenar todos los días las peonadas, los nombres y el salario. Y a veces yo lo corregía errores ortográficos, pese a mi corta edad. Otras él me preguntaba como se escribía un nombre o apellido.
Y como toda situación es susceptible de empeorar, según Peter, pues ocurrió. A los dos o tres años, tuvo que ir al ambulatorio de Jerez porque se encontraba mal y allí se desplomó subiendo una escalera. La gente pasaba lo miraban, y como no podía hablar, algunos lo tomaban por borracho. Hasta que alguien lo atendió y vieron que había estado a un paso de la muerte, lo ingresaron y estuvo varios meses hospitalizado con un cáncer de pulmón. Coincidió con mi padre también hospitalizado y yo cuando lo visitaba, siempre con la sonrisa en la boca me recibía.
Solía preguntarle ¿Te duele algo? Y siempre me contestaba en negativo, con la cabeza. Menos mal, porque conocía allí dos ubriqueños, un compañero de sindicato y el padre de un amigo, con los bronquios destrozados del puto tabaco, con el oxigeno enchufado y asfixiándose.
A raíz de estos hechos, comencé a entrenarme para dejar el tabaco y un tiempo después lo dejé, sin más, como una cosa natural sin grandes aspavientos.

Poco tiempo después de morir mi tío, mi tía Rosario comenzó a hacer cosas raras y fue de mal en peor hasta llegar a tener que encargarse los hijos de ella, no conocía a los que estaban siempre con ellas. En cambio cuando llegábamos mi esposa y yo, nos conoció hasta sus últimos días. Nos enteramos después qué era el Alzheimer.

Mis primos pudieron ir en bici a la escuela del Torno y Antonio consiguió un trabajo en Tallares Navarro en Jerez, de mecánico,en una crisis cerraron y encontró trabajo con la Marca Crof, como mecánico de mantenimiento, hoy jubilado.
En Jerez conoció también  a su esposa Anita. Tienen dos hijos José Miguel y Francisco.
Federico más aventurero, tuvo un tiempo que quiso ser torero y por las noches se metían a buscar vaquillas bravas por las ganaderías de la zona, Domecq, Villamarta, Bohórquez.
Como mi tío era un buen hombre que solía tener buenas relaciones con los vecinos, estos le comunicaban las andanzas de mi primo y los castigos le llovían. Todos los vaqueros de los alrededores lo conocían. Unas veces por las charlas que hacían junto a las alambradas, otras porque se escapaban toros y llegaban allí buscándolos. Los invitaban a fiestas taurinas y a veces se hacían visitas.
Tuvo una época de  adolescente problemático, como casi todo hijo de madre. Muy listo para todo lo relacionado con la conducción de vehículos, la caza, la mecánica, los caballos y ganarse la vida. El campo no le gustaba como medio de vida, aspiraba a algo más que guarda de cortijo.
Fue camionero sin edad para tener carné de conducir, después autónomo del transporte, después socio de una empresa de movimientos de tierra, de ahí le propusieron ser encargado de una cantera en Lebrija. Más adelante se salió para abrir una cantera propia en Torrecera (Jerez).
Tiene una hija Charo y un hijo, José Antonio. Ambos primos son abuelos.

Nota: de las tres mujeres vestidas de negro a la derecha de la foto la de en medio es mi tía Rosario Salas Flores.



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